CUENTO DE NAVIDAD
Anónimo
Estamos todos reunidos en el establo: los pollinos al principio, recostados sobre sus patas traseras con las orejas levantadas, dispuestos a escuchar como todas las navidades, el relato del borrico de Dios. Los bueyes al fondo y yo, protagonista de la historia, en el centro. En este ambiente que percibo tan íntimo y familiar comienzo el relato:
"Borrico soy y orgulloso estoy de serlo." - empiezo a decir con fuerza-. "Pensando en aquella época" – continuo -, "me lleno de recuerdos entrañables. Con la normalidad acostumbrada, cada mañana me trasladaba del establo al pozo para volver bien cargado de agua en las tinajas - siempre he sido muy fuerte; capaz de llevar toda la carga que mi dueño me ponía en los lomos-. Confiaba en Él porque me conocía bien y sabía el peso que podía soportar. Además, cuidaba de que las tinajas estuviera bien colocadas para evitar que cayeran y pudieran hacerme daño”.
“José se llamaba mi dueño" - me dirijo a los más jóvenes de la primera fila que me escuchan por primera vez -. “Me trataba con mucho cariño ¡aunque no me pasaba ni una!. Así de bien iba su negocio!. Trabajaba día y noche pero siempre volvía a casa a tiempo para estar con su mujer. Se notaba que ella llenaba todo su corazón.
“Un día en el establo nos enteramos que María”, - así se llamaba su esposa - , “estaba encinta. Para nosotros era un motivo de gozo porque tendríamos, con el paso del tiempo, un nuevo amo descendiente de tan buena familia. Sin embargo, a José se le veía triste. Los trayectos que realizábamos juntos eran silenciosos. Yo movía la cola para transmitirle mi alegría o para provocar su desahogo pero él me miraba y me acariciaba el lomo mientras me decía: a veces, los planes de Dios no se entienden pero hay que recorrerlos, como hizo Abraham nuestro padre en la fe para llegar a la tierra prometida, confiados en que Dios proveerá y nos llevará de su mano hasta la última etapa de nuestra vida. A José le conocemos ahora por el nombre de "El Justo de Dios" que en hebreo quiere decir el piadoso, el servidor irreprochable de Dios. Sin embargo, a los pocos días, José había recuperado su alegría habitual. Por lo que le oí contar entre susurros a María, el mismo Dios le había hablado en sueños”.
“A partir de ese momento su vida y también la mía, cambiaron. Me convertí, de un sencillo burro de carga, en el medio en que la dueña y señora de la casa iba a moverse de un lado a otro de la ciudad. ¡Que bien me trataba María!. Tenía tal encanto y dulzura que se reflejaba en sus ojos. Sus caricias me llenaban de calor y en mi oído siempre escuchaba una palabra de agradecimiento: ¡que buen borrico eres!. El Altísimo, que es buen pagador, te premiará por éste tú trabajo tan oculto pero tan eficaz a los ojos del Padre.”
“Así pasamos una temporada tranquila. Los días estaban llenos de vida y de trabajo en aquel rinconcito de Nazareth. Era un lugar especial, humano y divino a la vez. A finales de diciembre, la tranquilidad dejó de reinar en el hogar: se promulgó un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo. José tenía que viaja a Belén pues era de la casa y familia de David. Todos emprendimos el camino y cuando nos encontrábamos ya en Belén, le llegó la hora del parto a la Señora y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y le tuvo que recostar en un pesebre porque no había lugar para ellos en las posadas”.
“!Imaginaros que mal rato!”, - fijo la mirada en alguno de los pequeños que no se atreven a parpadear -. “!Mis buenos amos no tenían lugar donde resguardarse la noche fría del 24 de diciembre!. Nunca se me olvidará. Si hubieran sabido los habitantes de aquel lugar que de aquella mujer iba a nacer el Mesías, fácilmente le habrían cedido el mejor aposento. Pero Dios quería que el nacimiento de su Hijo fuera una enseñanza de humildad y pobreza para los hombres. Aún así, el Altísimo intervino de una manera especial: esa noche las estrellas parpadearon con fuerza señalando el lugar donde estábamos cobijados; el pesebre se llenó de luz; las pajas se volvieron del color del oro y el lugar empezó a desprender un olor especial, el mismo que con el paso del tiempo distinguiría durante la entrada de Jesús en Jerusalén montado en mis lomos. Aparecieron también Ángeles tocando arpas y trompetas; se acercaron pastores y por último unos Magos que decían, venían de Oriente siguiendo una estrella”.
“Allí estábamos todos juntos. Y yo, que soy borrico pero no soy tonto, comprendí que ese día en la tierra había mucha fiesta porque Dios se había hecho Niño.”
“Y así”, - concluyo mi relato -, “el instante de Belén se hace eterno cada Navidad porque se recuerda el lugar donde Dios quiso dejarse ver en toda su humanidad pero con toda su divinidad.”
miércoles, 24 de diciembre de 2008
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